martes, 8 de septiembre de 2015

Caminar con el corazón roto

Me pregunto cuanta gente transita esta ciudad todos los días. ¿Miles?
El hecho es que, caminando por estas veredas como uno más del montón, me pregunté cuántas de estas personas que veo en la calle, hoy, caminan con el corazón roto.
Y es que, es imposible descifrarlo. Porque el corazón no se ve. Porque nada distingue a alguien con el corazón roto de los demás. Incluso los felizmente enamorados tienen alguna expresión característica. Incluso la gente triste tiene algo en la cara que la delata. Podemos distinguir mil profesiones por la ropa que lleva o por los lugares que frecuenta. Podemos distinguir fácilmente quien es oriundo y quien es forastero.  Pero el corazón roto es otra cosa. Es esa sensación que no podemos demostrar. Principalmente porque muchas veces ni siquiera sabemos que ese ‘cosito’ al que nos gusta llamar “corazón” sin referirnos al órgano vital, está roto.
Sí mi querido lector. Me costó tanto como a cualquier persona llegar a esta conclusión. Pero finalmente ese vacío, esa angustia, esa nostalgia, ese ‘no se qué’ en mí, se transformó en palabras. Le puse nombre y apellido. Le di una definición: Corazón roto.
Cómo es que llegué a este estado tan peculiar es la pregunta que me lleva a transitar mis recuerdos. A repasar los eventos que hicieron que hoy camine con el alma en pedazos guardada en la billetera. A definirme como un ser humano (y más humano y mortal que nunca) que siente una tristeza tan íntima que hasta creo que está oculta. Oculta de la vista de todos. Porque a nadie le gusta admitir que le rompieron el corazón. Sí mi estimado amigo, el corazón se rompe, y no es por casualidad. El corazón se rompe porque lo rompen. El corazón se rompe porque antes estuvo sano. El corazón se rompe porque es una de las partes más íntimas y frágiles que tenemos. Por eso nos cuesta admitirlo. Por eso nos cuesta demostrarlo. Y por eso es que caminamos entre este cúmulo social pasando desapercibidos. Pero hoy tuve ganas de despojarme de toda careta y admitirlo abiertamente. Yo, al igual que muchas personas, tengo roto el corazón.
Tengo rota esa parte que de mí que se dedica a querer. Esa parte que desnudé una vez y mil veces para regalarla y que me devolvieron. Quizás porque no era suficiente. Eso no lo puedo juzgar yo. Pero sí sé cómo se siente. Sí puedo hablar del vacío que se genera cuando tenés que guardar el alma rota en la billetera para que no la vea nadie. Mirar a los demás y contarles que algo no funcionó con esa persona, con ese proyecto, con ese otro. Y decir que estás bien. Y poner cara de nada. Porque la cara de nada es la que funciona y la que está bien en estos casos. Y decir que lo vas superando (Permítanme reírme de esa palabra: SUPERAR). Superando, sí; superando las náuseas de sentir que no te quieren. Superando la idea de no haber sido suficiente. Superando la nostalgia. Superando la idea de ser un pobre diablo. Ser un ‘superadito’ y aceptar que estas cosas forman parte de la vida. Que está todo bien, porque los sentimientos son descartables.
Quien te dice que algún día me la crea. Quien te dice que algún día saque el alma de la billetera, la remiende, le saque las arrugas y me compre un chocolate.


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